miércoles, junio 06, 2007

RECUERDO EN OBLICUO




Entrar a la casa de mis tíos, ubicada en la calle Lynch, en la comuna de La Reina, era la vía directa para integrarse con los olores propios de nuestra mixtura Latinoamericana: Libros, lanas, quesos, cueros, pisco sour, cigarros, hojas, pan, musgo y vino, portaba en su estela el grueso perfume criollo, que con fuerza brotaba y se extendía largo por el resto de la cuadra.
El jardín, no contaba con mayor ambición que prestarse para el encuentro. Bajo un añoso parrón, muchas tardes nos vimos, los adultos y yo, entonando holgadas conversaciones. Junto con las frases al cielo, acogidas por orejas y aves atentas, flotaba la nostalgia anticipada de Abba, los desmanes musicales de Mozart, la buena letra de Violeta Parra...
Sobre la misma mesa iban confluyendo ideas bipolares de mundo, pero talladas con puras manos de buena intención. Con cada plato se abría un nuevo capítulo en la conversación, y yo a pesar de mis pocos años disfrutaba el suceso, sintiéndome partícula de un ciclo mayor.
La tarde se dilataba y con alguno de mis tíos íbamos hasta un pequeño local de esquina para abastecernos de cigarros, vino o whisky y un helado para mí. Después de comprar, nos detuvimos frente a un caserón continúo cuyo enmarañado jardín poseía un aura fascinante. Con toda claridad se percibía un cuento olvidado deambulando por el jardín. Quizás quería entrar a la casa, metiéndose por alguna de las recobequeadas ventanas o cruzando las pequeñas puertas de madera, que sin duda alguna, habían sido diseñadas por una mente infantil.
Junto a uno de los ventanales del frontis, observamos una cabeza canosa que descansaba sobre un cuerpo sentado junto a un piano de cola. "Es la hormiga"- me dijo mi tíatío, no lo recuerdo bien – "Ella fue esposa de Pablo Neruda"
"¿Hormiga?" pregunté con voz curiosa. A Neruda lo conocía perfectamente, ya que en los libreros de Lynch había notado su nombre, además con mi tía nos reíamos de su voz de pelícano agonizante.
"Sí. La Hormiguita" me respondieron. "En realidad se llama Delia del Carril, ella es pintora, pinta caballos"
Mi fascinación por aquel personaje fue absoluta. La encantadora abuela mágica sin nietos, permanecía en quieta observación, visitando antiguas reseñas en su memoria y dejándome inconclusa hasta no saber de esas historias a mí también.
Años después, podría ingresar a ese parque (bautizado por Neruda como Michoacán) en el que Latinoamérica también se había dado grandes farras y permitido holgadas siestas culturales. Aún se sentía al cuento dando vueltas en el parque; la nueva guardiana de nombre "Rosita", tampoco le había donado el entrar.
Gracias a esta mujer, mezcla de enfermera, chamana, secretaria y periodista, husmeé con decoro los aires privados de la Hormiga por un par de horas. Fue ella quien le sostuvo la cabeza al morir y quien la cuidó prolijamente, durante los últimos años de sus 104 de existencia. Ahora, las cenizas de Delia habitan una pequeña ánfora ubicada en su antiguo dormitorio, junto a fotografías de antaño y un libro de Rafael Alberti. Frente a la cama, una silente tela en blanco lucía como recibiendo a los equinos invisibles, que una mano sin hueso podría plasmar.
En otros rincones de la casa, entre penumbras agotadas, aparecían las huellas del vate: En el living, una impactante colección de mariposas gigantes, (¡¿Que dejó por descuido?!) resplandecían en tornasol azulverde. En el escritorio, las numerosas repisas sin libros, ásperas de tierra y olvido, trepaban por la escalera de madera para reencontrarse con el abandono, en los estantes vacíos que un día alojaron a las caracolas. Una vez dentro de esa pequeña sala, Rosita se sienta y golpeando los brazos del sillón relata: "Este era el sillón de don Pablito" y suelta una risa menuda. Por la ventana del balcón, veo como un aire retorcido se escurre entre el añoso follaje y escala un árbol próximo a la casa, sentándose en su copa.
"Y como es sabido, a don Pablito le gustaba coleccionar muchas cosas, entre ellas mujeres"... prosigue Rosita levantando su ceja delgada hacia el ventanal... "y ahí empezaron los problemas"...
Un ventarrón sacude las hojas verdes del desconcertado árbol, en plena tarde de Enero. Pausada y con genuina indiferencia, la guardiana cierra con llave el balcón, y volvemos abajo, para dar una última rueda por el universo de Delia, por su humanidad, arte y espíritu.
Gran parte de sus obras, están expuestas en la planta baja, entre medio de muros y corredores que albergaron a Pedro Rivera, Rafael Alberti, María Luisa Bombal y otros de los más grandes artistas Latinoamericanos del siglo XX. La existencia de esta casamuseo sin fondos, es hoy sustentada por el gran esmero de una abnegada centinela del recuerdo. Al despedirnos, mi abrazo le agradece su velo de retazos atemporales y por sobre su hombro, diviso al cuento errante por última vez.
Todavía faltan años para poder vivir estos recuerdos. Al salir, regreso a la tarde en las afueras del boliche de abarrotes.
Volvemos con mi tíao a casa, para seguir atrincherándonos de ese posible domingo bajo el parrón. Los viejos siguen tertuliándose y yo vuelvo a pensar en la Hormiguita, en su crin cana, en su semblante lleno, en los ojos arrugados que nunca me han visto, en si algún tono ajeno le habrá conquistado su acento argentino...
Al vapor de quesos, vino, tierra mojada y cigarro, me va meciendo la modorra vespertina... mi vista aprieta las uvas amargas del parrón... estoy en Latierra, Latinotierra... anhelando crecer, para que lo visto se torne en memoria.