viernes, marzo 16, 2007

VII




Un tan grande calor me amortaja el habla.

El suelo se hace copla
y estas hormigas,
ordeñan mi perfume oscuro.

martes, marzo 06, 2007

Ventura Austral

Antes de la lluvia, salimos a aplanar un poco más el pavimento de Pucón. Pasado el rato, decidimos entrar en una tienda. Tras el mesón, un hombre antiguo nos recibió con la mayor calidez que he percibido de un dependiente en años. En silencio, su mirada respetuosa nos acompasaba sin intimidar. Su presencia animaba a cada objeto visto, marcándole el ritmo a nuestros ojos para que volvieran a observar.
Entre las repisas, encontré unos juegos de posavasos inscritos con las famosas preguntas de Neruda y comencé a leer cada una de ellas en voz semialta : ¿Porqué se suicidan las hojas cuando se sienten amarillas? , ¿Quiénes gritaron de alegría cuando nació el color azul? , ¿Cómo se llama una flor que vuela de pájaro en pájaro? ... Dieciocho veces pregunté y una sonrisa pronunciaba el anciano tras escuchar cada acertijo. "Vuelvan cuando quieran", fueron las tres palabras honestas con que nos despidió.

Luego, al salir a la calle, fuimos llamados desde la altura.
El Tiuque, ave príncipe del nubarrón sureño, clamaba por hacerme levantar la vista, para clavar en mi frente su ojo inmunizante. Su graznido, silbó como el compendio de todas las músicas del mundo. Al cerciorarse de que así lo había comprendido, el pájaro arribó en su propio vuelo.
El frío exprimía a la tarde y comenzamos a apurar el paso.

En una esquina, la vitrina de un restaurant exhibía una gran parrilla ardiente. Al pasar al frente de las llamas, las saludé distraída, sonriéndome como siempre, al sentir su calor. De golpe, mi visión tosca fue convocada y tuve que ver.
Al frente de las brasas, un pequeño niño, seguía concentrado el movimiento que dibujaba el fuego a través del cristal. Sus ojos corrían con esmero detrás de cada rulo y chispazo que procedía del fogón. Pareciendo estar bajo la seducción de una sustancia que me gustaría probar, sus brazos hipnotizados comenzaron a levantarse y fueron improvisando una danza tribal. El pequeño homenajeaba al fuego, dictándole su trayectoria, abriendo los puños para crear explosiones y despertando con sus manos a las llamas que aún dormitaban bajo el carbón.

Me abracé a mi acompañante y dejé que las lágrimas me barnizaran el momento.
Había sacado a mi lucidez de su remojo en tedio y los tersos regalos de la vida llegaban para instalarse en mí. Paz, Visión, Creación, se me ofrecían sin envoltorios la tarde en la que cumplí 29 años.