lunes, agosto 31, 2009

Los sones de Wilde



Cosa real haber leído a Oscar Wilde en Inglaterra, sentada en un parque colosal, a la sombra de edificios victorianos, sintiendo los pesos que le cayeron encima por lo dicho, por sus acciones en escena y vida, algunas completas, otras vividas a medias.
Pero las palabras de Wilde no suenan tan bien en esta tierra, en este parque magnífico donde las rosas crecen apretadas y lo que ensucia el suelo siempre es lo ajeno.
Cuando lo enjuiciaron por gay, genio y meterse con el hijo de un hombre riquísimo, dejó agonizar su personaje en la cárcel y luego cuando dejó de importarle la otra mitad que le quedaba, fue a morirse a París en un hotel ínfimo, abandonado de su historia, con la vida y el nombre cambiado.

Sus palabras hacen eco en mis ganas, que lo devuelven lejos de aquí y lo llevan a cualquier habitación o plaza mugrienta del mundo, para que él ponga en verde con su clavel, para que encienda con el ardor de su ironía. Dejo que Wilde se arrellane en mi memoria, que me siga ilustrando los relatos con que me impregnó de niña, que ore sus aforismos fantásticos aunque la audiencia esté sola. Wilde inclina la cabeza hacia atrás, mira sin necesidad de abrir bien los ojos y echa afuera su barda tonada irlandesa, sigue contando hasta hoy, de lo que se nos hace necesario: encontrar la fuerza individual, ser originario y mismo.

Cosa noble estar en la sepultura de Wilde, admirando la extraña escultura castrada que homenajea su tumba y sobre la que miles de visitantes dejan un beso, su recuerdo, un último cinismo para honrar la memoria del dandy que con la memoria atacaba... Parada al frente, en un lapso insólito sin turistas, el viento tira al suelo un pequeño libro apoyado en la lápida y leo que tan bien suenan sus palabras en este bosque, al que llaman cementerio: 'Siempre me sorprendo. Sólo por eso la vida vale la pena'.

sábado, agosto 01, 2009



Ya libres mascamos nuestra cáscara,
para que cuaje el corazón.